INUNDACIONES EN BILBAO MAYO 1858
Crónica publicada en el periódico
El Mundo pintoresco con fecha 23/5/1858. La lámina pertenece al artista
Pedro Pérez de Castro.
Desde el miércoles 6 del corriente empezó a llover a mares en Bilbao. El jueves, A las once y media de la mañana, ya el Nervión rebasó el vivo de todos los muelles, y con la torrental lluvia que sin cesar caía. lluvia que era general en toda la zona que baña, engrosábanse sus aguas, y recogiendo la de sus afluentes, desembocaba en Bolueta bravo e impetuoso. A las doce había invadido la plaza del Mercado, la Ribera, muelle del Arenal, y reventado en la del Correo uno de los conductos subterráneos, que es siempre el que da la señal de alarma a los habitantes de aquella parte. A la una, la creciente se hizo más rápida; adelantó considerablemente por las calles del Correo y Bidebarrieta, y la plaza del Mercado, Ribera y Arenal, se hallaron ya casi anegadas; pero de una y media a dos y media de la tarde tomó tal incremento la avenida, que los habitantes empezaron a abrigar inquietudes por la suerte que esperaba a sus intereses invadidos por el agua, y otros gravemente amenazados. Creciendo siempre las corrientes, en las horas de tres y cuatro invadieron las calles de la Reina, Víctor y Sombrerería, y reventando el conduelo del Portal de Zamudio, llenándose (le agua Arte-calle, Somera y Tendería. El mismo fracaso aconteció en la plazuela de Santiago, con lo que se interceptaron las comunicaciones de la calle de la Torre con la de Bidebarrieta, recibiendo ya del río, ya de los conductos subterráneos, más o menos cantidad de agua las calles Nueva, Santa María, Merced, Perro, Barrencalle-Barrena, Barrencalle, Carnecería Vieja y las demás que abocan a la plaza del Mercado, exceptuándose de la catástrofe las de Jardines, Lotería, Esperanza, Ascao, Cruz, Matadero y Ronda.
Desde las cuatro y
media hasta las cinco y media las aguas se mantuvieron inalterables, hasta que a
las seis observóse con no poca satisfacción que empezaban a bajar
paulatinamente, y ya desde las seis y media el movimiento descendente era muy
marcado, encauzándose riel todo en su lecho a las doce de la noche.
Durante las horas que acabamos de
indicar, el cielo abría sus cataratas. Baste decir que amaneció lloviendo con
duro viento del N. O., y anocheció sin que el agua cesara de caer un instante
con más o menos tuerza. Cuando las sombras de la noche empezaban a ocultar los
objetos y eran más de temer los estragos, porque la pleamar correspondía a los
10 y 12 minutos, cesó de llover largos intervalos, y la confianza de ver las
aguas retiradas alentó a los corazones.
Todo aquel que conozca la
situación de Bilbao, sabe lo expuesta que se halla a las inundaciones; algunas
han pasado a la historia; así es, que cuando hay temores de que se presenten,
el pueblo entero se lanza a sacar de los almacenes y depósitos de comercio las
mercaderías, para ponerlas a buen recaudo en los primeros pisos o entresuelos.
Naturalmente esto debía ocurrir
en la mañana y tarde del jueves, y las narrias y carros de bueyes, las tandas
de cargueras y cargadores, las de embaladores y las de cuantos mozos se
presentaban, hallaron ocupación para trasladar efectos desde los puntos bajos y
los altos, ora en los edificios mismos, ya desde una a otra calle. Y estas
operaciones, en la ocasión presente, eran tanto más importantes, cuanto que
había grandes existencias de azúcar, de cacaos, de harinas, de hilazas y de
otros artículos más o menos fáciles de averiarse. El movimiento do las calles
era extraordinario.
Los daños causados dentro del
pueblo apenas son de consideración, porque como las avenidas dan siempre tiempo
para levantar de los pisos más bajos los objetos que contienen, los dueños, que
se hallaban prevenidos, al momento efectuaron la traslación. Solo en algunas
tiendas en que se confió demasiado, o en alguna lonja en que los bultos eran de
un volumen y peso excesivo, sobrevinieron algunas averías. Pero sí la villa
salió tan bien librada, no sucedió lo mismo un poco afuera, en las
inmediaciones del Nervión. Desde la soberbia fábrica de Bolueta, que quedó
completamente anegada, hasta la no menos importante de los señores Ibarra,
hermanos y compañía, en el Desierto, todas han sufrido poco o mucho, más
principalmente aquellas próximas a la isla, en donde reunidas las aguas de las
diferentes presas se precipitan de tal modo, que sus corrientes salvan todos
los obstáculos. Es horrorosamente bello el espectáculo que en días como el del
jueves presentan los Caños, la Isla, la Peña y el Pontón. Allí las aguas, que
se desploman desde las presas en cantidades inmensas, chocan contra los
peñascos que les sirven de base, levantando tal oleaje y estruendo, que no
sabemos a qué compararlas. Allí corren y se precipitan, desobedeciendo a la ley
de la gravedad; se chocan continuamente; saltan sin concierto, y arrastrándose
como para sumirse en un abismo, suben de repente impelidas por la fuerza de la
corriente hasta una altura prodigiosa.
No tenemos noticias de ninguna desgracia
personal, aunque es imposible que haya dejado de suceder. Referiremos algunos
sucesos curiosos y notables de otra índole.
La hermosa barca Gertrudis,
recientemente construida, se hallaba fondeada en frente de la Salve, cuando fue
sorprendida por las aguas. Su capitán y tripulación tomaban las medidas más
oportunas para combatir el furor de las corrientes, dando calabrotes al buque,
dos de los cuales habían va faltado, y pasando, con grave riesgo de su vida,
embarcados desde este á tierra y viceversa, cuando en uno de estos viajes
arrollan las aguas a la lancha de tal modo, que haciéndola chocar contra una de
las cadenas de estribor la tumban; se suspenden de la cadena tres marineros;
otros tres quedan fuertemente agarrados a ella en la lancha, y es el capitán
arrojado al agua vestido y con las grandes bolas marinas que calzaba. Pero
contra toda esperanza de salvar la vida, conservando su presencia de ánimo este
intrépido marino, al conocer el riesgo que corría, comienza a nadar, y logra no
sin grande esfuerzo llegar a la orilla, cerca del astillero del Sr. Saralegui, a
unas 100 varas distante de donde se había embarcado. Salir a la orilla con
asombro de sus compañeros, y acudir de nuevo a poner en seguridad la nave, fue
obra de un instante, y ayudado por los operarios del fundidor Sr. Sagardui, que
se presentó espontáneamente auxiliará la Gertrudis, y del cordelero de
Deusto, Sr. Oco, que prestó un grueso calabrote y su ayuda, pudo el buque
ponerse en buena facha. Pero él bravo y experto capitán D. Santiago Aldamíz, a
poco rato de seguir trabajando, cayó desmayado y es conducido a una casa del astillero,
desde la que repuesto vuelve a sus faenas y logra ver asegurada, después de 20
horas, a su hermosa corbeta, y salir librado del inminente peligro que corrió,
con solo un susto y una completa mojadura. La tripulación permaneció sin comer
durante el largo intervalo de las mismas 20 horas que corrió peligro la nave.
El puente de la Isla fue
arrastrado por las corrientes desde el momento que subieron las aguas. ¿Cuántas
veces se habrá repetido este mismo incidente?
Un mulo o caballo, que se cree
salió a nado de la cuadra de uno de los molinos de la Isla, pasó por delante,
del Arenal vivo aun y luchando contra el furor de las corrientes, sin tropezar
ni en las muchas embarcaciones allí fondeadas, ni contra los machones del
puente. Su paradero habrá sido probablemente el fondo del Ibaizabal.
Tres gabarras que se desamarraron
en la parte más alta y navegable del Nervión venían impulsadas por las aguas
sin haber tropezado tampoco en los buques fondeados en la Ribera. Todos los
espectadores creían que al llegar al puente de Isabel II toparían con sus
machones y saltarían hechos pedazos, pero sucedió lo contrario; dos de ellas,
que allí llegaron casi emparejadas, atravesaron dos ojos del puente y siguieron
su curso; la tercera pasó otro sin tocar; pero virando rápidamente, se estrelló
contra las quillas de la goleta Ea, lugre Corzo y quechemarín Busca
la vida, que fondeados permanecían al lado izquierdo del Nervión,
sumergiéndose en el acto. El quechemarín perdió una cadena.
En Olaveaga atravesaban el rio
los tripulantes del bergantín Somorrostro para echar un calabrote en
tierra, cuando impelida por la corriente la lancha en que iban, volcó, pero no
sin que aquellos pudieran suspenderse a las cadenas del buque y salvarse.
Una parte del convento de monjas de la Merced
se desplomó el jueves por la noche, produciendo un terrible estrépito.
No hubo función teatral, porque
el edificio tendría dentro de sus muros una vara de agua próximamente, pero sin
llegar al suelo de las lunetas ni de otras localidades, y si sólo bajo el
escenario, en el foso, en el vestíbulo, etc.
A pesar de lo doloroso que era contemplar la
inundación, tenía innegable belleza: convertida Bilbao en una nueva Venecia,
corrían veloces por sus calles lanchas y gabarras removidas por los remeros.
Subieron estas hasta la plazuela de San Nicolás, calle del Víctor por la del
Correo y Bidebarrieta, número 10, plaza del Mercado, Ribera, Arenal y
bocacalles inmediatas.
A las nueve de la noche, unos
cuantos jóvenes de los que forman el círculo de la Pastelería tuvieron la feliz
ocurrencia ríe meterse en una de estas barquillas y recorrer, dentro de ella,
las calles del Arenal y del Correo, cantando una de las barcarolas que con
frecuencia nos han dejado oír en otras ocasiones. El efecto que produjo fue
magnífico, realzado por las luces que reflejaban sobre las aguas y deslizándose
sobre ellas hasta penetrar dentro de la Pastelería, punto donde acostumbran a
reunirse, a la sazón con tres pies de agua.
La diligencia de Orduña, que el
jueves salió a su destino, no pudo pasar de Arrigorriaga, donde permaneció toda
la noche, y en cuya taberna se pusieron más de veinte camas: ayer llegó a
las nueve a Orduña. El correo de Orozco, que se empeñó en seguir su camino,
faltó poco para que fuese arrastrado por las aguas y hubo de volverse a
Arrigorriaga muy satisfecho de no haber seguido adelante.
El alumbrado público se encendió a
las cuatro de la tarde. Los destrozos causados en varios sitios son de alguna
consideración. El piso asfaltado de la Pescadería ha sido casi todo arrancado, así
como las sólidas mesas cubiertas de gruesos mármoles. Las verjas del muelle de
la Ribera, del Arenal y de la Cendeja han quedado rotas en unas partes, caídas
en otras, sobre todo cerca del gabarrón del señor Colina, donde fondean los
vapores que, sea dicho de paso, tuvieron no poca suerte en hallarse fuera del
puerto.
La grúa del muelle principal fue
algún tanto removido, y en la rampa de este muelle se hacinaron arenas y
sedimentos para poder cargar tres gabarrones. El cieno que han dejado las aguas
es inmenso, y el que sale de las tiendas, de las lonjas, de los almacenes, no
se podría quitar sí no fuera por las obras de las fuentes ejecutadas ya por Mr.
Abbadie, obras cuya importancia es ahora reconocida. Con solo haberse soltado
alguno de sus conductos, han quedado las calles perfectamente limpias.
Se han observado fenómenos en la
subida de las aguas dignos de referirse. Casi todas las personas a quienes
hemos consultado convienen en que esta avenida ha sido mayor que la de 1845, la
más grande del siglo después de la de 1801, y, sin embargo, en algunos puntos
del Arenal, Cendeja, etc., parece que no llegó a las señales que se conservaban
desde aquella época. A pesar de esto ha subido más en las calles del Arenal,
del Correo, Ribera, Portal de Zamudio, Bidebarrieta, etc., lo que nos induce a
creer que, por efecto de la repompa que forma el puente de Isabel II, las aguas
han subido más desde él para arriba, y menos que antes desde los pilares para
abajo.
La elevación máxima sobre el
nivel ordinario se calcula en 20 pies y ha marcado 79 centímetros por fuera, en
las casas del Boulevard. Desde 1845 acá no había ocurrido una inundación tan
importante. En algunos momentos los males que se presagiaban traían é la
memoria los de 1801. Decimos que son 20 píes los que tuvieron las aguas sobre
su nivel ordinario, pudiéndose calcular 13 sóbrelas aguas vivas: hubo casa del boulevard
que tuvo dentro de sus muros vara y cuarta de agua, por hallarse su suelo más
bajo que el pavimento exterior.
Finalmente, se ha observado en las señales del
Pontón, que solo ha faltado a la avenida, para llegar a la altura de la de
1801, cuatro pies escasos.
La lámina que representa esta inundación
ha sido ejecutada por nuestro hábil artista don Pedro Pérez de Castro.
Aurelio Gutiérrez Martín de
Vidales