NAUFRAGIO DE DOS MUJERES EN PEÑOTA 1862
Irurac Bat, 5 de agosto de 1862. La
naturaleza ha formado en el puerto de Portugalete, cerca de la playa de los
baños y en la costa, un pequeño remanso o ensenada a cubierto de la vista de
los curiosos, en cuyo centro se eleva una gruesa roca destacada de otras mil
que contienen el mar, conocida con el nombre de la Peñota. En este lugar se
bañan algunas mujeres, que, o temen las miradas de las gentes, o lo hacen
porque sus trajes son un poco demasiado ligeros. Cuando la mar baja, la
vaciante del rio es impetuosa, y en Peñota se deja sentir bastante, como que se
halla afuera de la punta de los muelles y extiende el rio la influencia de su
desagüe hasta aquella parte.
Ayer por
la mañana bañábanse en Peñota, como es común en la estación presente, gran número
de personas, cuando tres bilbaínos que precisamente ocupaban la punta más
saliente del muelle de la Atalaya observaron que en Peñota ocurría algo de extraordinario,
ya por los gritos que se oían, por los ademanes de algunas personas, y por ciertos
movimientos de otras que indicaban pedir auxilio, de lo que se convencieron
ayudados de unos gemelos que consigo llevaban. Inmediatamente echaron a correr
en aquella dirección dando voces de alarma y temerosos de no llegar a tiempo,
cuando afortunadamente acababan de aparecer en la playa los Sres. D. Mariano de
Larrinaga, alcalde de Bilbao, D. José de Landecho y D. Luciano de Urizar, y un
marinero llamado Tomás Rodríguez que los acompañaba, los cuales así que
comprendieron la gravedad del caso, se precipitaron por las peñas con grave
riesgo de producirse grandes daños para llegar a Peñota, logrando el señor Larrinaga
presentarse el primero.
Sin
consultar más que a su corazón y sin más tiempo que para quitarse la levita y
el pantalón, arrojóse al mar sudado y fatigado, y nadando velozmente se dirigió
hacia dos jóvenes que eran arrastradas por la corriente y por las olas y que se
mantenían aun en la superficie del mar; y cogiendo a una con una mano y nadando
con el brazo que le quedaba libre, logró traerlas a las peñas. Su compañera se
hallaba en mayor riesgo porque el agua la arrastraba y la cubría, pero el Sr. Larrinaga
apenas dejó a la primera en tierra volvió se a arrojar al mar, apunto que el
marinero Rodríguez hacía lo mismo, y logrando coger a la joven que aparecía y
desaparecía entre las olas, la trajeron a la orilla en la que casi exánime la
depositaron.
El Sr.
Larrinaga, agobiado por el cansancio y por los esfuerzos que hizo, quedó
tendido sobre una peña durante un largo rato, en medio de la admiración de las
muchas personas que ya se habían reunido en aquel punto. Un joven, hijo de un
tal Pedro, mozo del almacén de quincalla llamado La Bolsa, de Bilbao, hizo cuanto pudo por auxiliar a las jóvenes, pero cansado porque nadaba hacía
tiempo, no pudo socorrerlas. También un arriero las arrojó al principio el
ceñidor sin atender a la suma que contenía, así como otras personas las
sábanas, pero todo en vano.
Arrastradas
por la corriente y en un lugar bastante profundo ya, hubieran perecido a no haber
acudido en su socorro el Sr. Larrinaga y el marinero Rodríguez. Una vez
depositadas en tierra, fueron objeto del más asiduo cuidado de todos, y ya por
la tarde la que estuvo más expuesta a perecer o inspiraba mayor cuidado, se
hallaba perfectamente.
El
desprendimiento y valor del Sr. Larrinaga fueron ayer asunto de todas las
conversaciones de los pueblos de Portugalete y Santurce, como lo fueron después
del de Bilbao. Nosotros que conocemos a nuestro muy digno alcalde y que sabemos
cuáles son los sentimientos, no hemos extrañado este rasgo de abnegación y de
virtud. El Sr. Larrinaga, ya en esta, ya en otras ocasiones semejantes se ha
hecho digno de la consideración pública. Y es más digna de elogio su conducta
sabiéndose que, efecto de una dolencia que le aqueja, ni la consultó, ni temió
los resultados que podrían sobrevenirle al arrojarse al mar en el estado que
hemos dicho.
Aurelio Gutiérrez Martín de Vidales
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