En nuestras búsquedas por los archivos
de las hemerotecas hemos localizado una rectificación, realizada por Juan Cueto
Ibáñez de Zuazo, de la interpretación oficial de sucesos de Bera de 1924,
sucesos de los que dimos noticias anteriormente en este blog.
Disponemos
de una reconstrucción plena de la biografía de Juan Cueto. Fue un militar
convencido defensor de las ideas democráticas y la educación como medios para
superar lo que él consideraba los males de la España de la época. Fue una
persona que siempre luchó por sus ideales; desde muy pronto éstos fueron la
defensa de la democracia, primero con la Monarquía y después con la República.
Juan Cueto nació en Villarreal de Álava
el 20 de enero de 1881. Era hijo de Leopoldo Cueto, teniente de infantería, y
de Amalia Ibáñez de Zuazo, ama de casa. Pasó la infancia en su pueblo natal,
entre recuerdos de las guerras carlistas, que conservaban su padre y sus
vecinos. Tras terminar la escuela primaria, Cueto estudió en el Colegio de los
Padres Franciscanos de Aránzazu. A los 13 años quedó huérfano, pues su padre
murió en Cuba en 1895. Tres años después, en 1897, a la edad de 16 años, se
alistó como soldado voluntario, debido a que “no vi abierto ante mí ningún
camino que me llevase a ser otra cosa”, y entró en el Colegio María Cristina de
Huérfanos de Militares. Durante la estancia en este Colegio ascendió primero a
cabo y después a sargento, y fue movilizado en 1898 con ocasión de la guerra
con Estados Unidos. Una vez finalizado el conflicto bélico ingresó en el
Colegio Preparatorio Militar de Trujillo y de allí marchó en 1900 al Colegio de
Carabineros. Al acabar sus estudios, se graduó en 1902 como 2º Teniente de
Carabineros.
Estuvo destinado en Navarra y Guipúzcoa
de 1904 a 1907. De Guipúzcoa marchó en 1909 a El Escorial, como profesor del
Colegio de Carabineros. De El Escorial pasó en 1915 a Huelva, ascendiendo a
capitán y de Huelva iría a Madrid en 1917. En aquellos años escribió dos
libros. El primero de ellos fue publicado en 1916: con el título La vida y
la raza a través del Quijote, fue prologado por Miguel de Unamuno. El
segundo fue editado en 1918 y su título era: De mi ideario: Divagaciones de
un militar demócrata alrededor de varios temas de actualidad. En él
expresaba sus opiniones acerca de los acontecimientos de aquellos años,
haciendo gala de aliadofilia ante la I Guerra Mundial, frente a la germanofilia
de la mayoría de los militares. Además, se autodefinía como monárquico y
militar, pero de ideas democráticas y de izquierdas; y defensor del uso del
euskera y de su tierra, pero no del nacionalismo vasco.
En 1920, debido a la demanda de
profesores y lectores de español en Estados Unidos, pidió una licencia para
marchar a Nueva York como profesor de castellano en la Universidad de Columbia.
Durante su estancia se reforzaron sus ideas laicistas, su desengaño con
respecto a la Iglesia Católica y la necesidad de regeneración de las
instituciones españolas. Volvió a España en 1922, reintegrándose al servicio y
siendo destinado a Pamplona. En septiembre de 1925 fue trasladado a Vera de
Bidasoa (Navarra), como capitán de la compañía de carabineros de la localidad.
Allí descubrió una de las provocaciones de la policía del Directorio Militar de
Primo de Rivera para con sus oponentes.
A partir del incidente de Vera, que se
unió a las ideas que venía propugnando desde su estancia en Estados Unidos,
Cueto se convirtió en opositor a la Dictadura y a la Monarquía, comenzando a
participar en las conspiraciones que se producían para provocar su caída. Esto
le valió un consejo de guerra por “publicación y reparto de hojas
clandestinas”, que le condenó en 1928 a dos meses de arresto mayor y ordenó su
traslado a la Comandancia de Asturias, donde se unió a los grupos que
conspiraban contra la Dictadura. Fue allí además donde, en marzo de 1928, se
inició en la Masonería, bajo el nombre simbólico de Indarra. A lo largo de 1928
y 1929 inició contactos con destacados opositores a Primo de Rivera.
Cueto fue ascendido a coronel en febrero
de 1937, quedando sin destino hasta el 14 de junio del mismo año, fecha en que
se le encargó la defensa de un sector de Bilbao con dos batallones, para
asegurar la retirada de las fuerzas de la orilla derecha de la ría del Nervión.
Finalmente se decidió la retirada de la ciudad, volándose los puentes de la ría
para dificultar el avance de los franquistas. Sin embargo, Cueto decidió
permanecer en Bilbao y el mismo día de su conquista por las tropas de Franco,
el 19 de junio, escribió una carta dirigida al nuevo gobernador militar de la
ciudad en la que refería que estaba en su domicilio enfermo, “pero no escondido
ni trata de eludir responsabilidades. Al contrario está impaciente por responder
de sus ideas, de sus palabras y de sus obras”.
Días después, el 22 de junio, envió otra
misiva a la misma autoridad en la que decía que, enfermo, le era imposible
acatar las órdenes de presentarse en el Gobierno Militar, tal y como se había
exigido a los jefes y oficiales que se habían quedado en la plaza tras su
caída, ya que: “mi adhesión al Gobierno de la República es plena, fervorosa,
cordial. Mi cuerpo está aquí a merced del vencedor de esta jornada; pero mi
alma está allá”. A la vez, le enviaba los cuarenta folletos que le quedaban de
su obra Mi segunda vuelta. Al día siguiente fue detenido y enviado a la prisión
del Instituto Nacional de Bilbao, comenzando un consejo de guerra de urgencia
contra él, en el que fue acusado de rebelión militar. Tras una primera
declaración indagatoria, en la que Cueto reconocía todo lo escrito en las
cartas y en Mi segunda vuelta y su lealtad al Gobierno republicano, el fiscal
pidió la pena de muerte para él. Por el contrario, su abogado defensor esgrimió
que no había sido hecho prisionero sino que se había puesto a disposición de la
autoridad militar y sólo había realizado labores de retaguardia; manifestando
el propio Cueto que siempre había condenado el marxismo y el separatismo, lo
que se podía comprobar en su obra literaria.
Finalmente, el día 24 de junio fue
condenado a muerte por el delito de Rebelión Militar, debido a su actuación
militar a favor de la República, su negativa a unirse al “Ejército liberador”,
“hacer propaganda de ideas rebeldes” y considerar “como fuerzas leales y
legítimas las rojo-separatistas”. El general Dávila, general jefe del Ejército
del Norte, dio el enterado el 26 de junio de 1937, siendo ejecutado finalmente
dos días después, en la madrugada del 29 y enterrado en el cementerio de Bilbao.
Dicho todo lo anterior, hemos localizado
en las páginas del periódico El Sol de 1 de julio de 1930 la rectificación de
Juan Cueto a la versión oficial de los sucesos de Vera. Esa rectificación es la
siguiente:
“El comandante de Carabineros D. Juan Cueto ha dirigido a don Gabriel Maura
la siguiente carta con motivo del relato que de los sucesos de Vera se hace en
el reciente libro «Bosquejo histórico de la Dictadura»:
«Almería, 28 Febrero 1930.
Excmo. Sr. D. Gabriel Maura y Gamazo.
Excelentísimo señor: Los frecuentes
signos marginales (de muy diferente grafía y significación) con que están
marcadas las páginas leídas hasta ahora del ejemplar, que compré anoche, de su
«Bosquejo histórico de la Dictadura», son prueba evidente del vivo Interés que
venía poniendo en la lectura, que he Interrumpido bruscamente al llegar a la
página 178, en que termina el relato (sucinto y no muy claro) de los sucesos de
Vera de Bidasoa del 7 Noviembre 1924. La brusquedad de la interrupción ha
obedecido, sin duda, a mi sospecha de que la poca claridad de esa historia se
deriva, no de la parvedad u obscuridad de los datos, sino de que V. E.,
historiador «técnico», gusta de que este episodio (tan ejemplar y tan típico)
quede en la historia dudoso y obscuro.
Pase que V. E. (diciendo que hay que
atenerse a la versión oficial) omita la mención de numerosos testimonios
oficiales que se han aportado en diferentes Informaciones y sumarios; pero
¿cómo puede pasar la omisión de un hecho tan resonante y tan significativo como
la dimisión del fiscal del Supremo D. Carlos Blanco (ex director de Seguridad,
y, por tanto, conocedor de las «capacidades provocativas» de la Policía) al
verse en el trance de informar en esa causa? De mucho bulto es la omisión; pero
todavía puede pasar.
No es más que omisión, y cabe la
disculpa de deseo de brevedad. Pero es que, además de esas omisiones,
contrarias a las afirmaciones que se permite hacer V. E. hay en su relato un
equívoco nada «fair play»: el mismo equivoco que se mantuvo, no en el plano oficial,
sino en el de las notas oficiosas, que no es igual.
Dice V. E.:
«Actuó con diligencia la Policía
española, secundada por la francesa, y los treinta y seis detenidos
comparecieron, el 14, ante el Consejo de guerra. Resultaron ser todos obreros
españoles... a quienes los instigadores del movimiento habían hecho creer,
etc...».
Y luego añade: «El Consejo pamplonés se
compadeció de estos Husos, victimas de quienes no podían serlo tanto, pero
escapaban, por ausentes, a sus rigores, y como tampoco aparecieron claras las
culpas Individuales contraídas en el luctuoso choque con los guardias, falló
con gran lenidad...».
Entendámonos. Yo no he penetrado en el
secreto de ese sumarlo; pero por lo poco que publicaron los periódicos sé que
ese primer Consejo de guerra pamplonés no juzgó a los treinta y seis detenidos,
sino solamente a los elegidos como supuestos cabecillas. Y como en ese Tribunal
sólo se ventilaba el cabellicismo, la absolución no implicaba (como se dio a
entender oficiosamente para atribular al burgués y estimularle a conceder ancho
margen para las medidas gubernativas, y como ahora sostiene la divina Clío
manipulada por V. E.), la solución no implicaba, digo, reconocimiento de la
Inculpabilidad de los reos, que, absueltos y todo, hubieran quedado, como los
demás detenidos, a las resultas del Consejo de guerra ordinario. El Tribunal de
Pamplona los absolvió, pues, sólo en cuanto cabecillas.
Deshecho este pequeño equívoco. .u no
resulta tan evidente la «gran lenidad», que V. E. atribuye al Tribunal, y que,
de todos modos, no justificarla la prisión de los vocales. Pudo no haber habido
lenidad, ni grande ni chica, sino justicia seca. Claro es que V. E., curándose
en salud, cierra su relato con esta curiosa nota:
«Es este episodio de Vera uno de los más
obscuros del período que aquí se historia, no obstante la causada tramitación
del sumario, que se prolongó meses y meses después de ejecutada la sentencia
recaída en el juicio sumarísimo. Siendo aún Imposible esclarecer debidamente
todo el suceso, dada su naturaleza y proximidad, se acepta por buena la versión
oficial, sin responder de su exactitud, y se aduce sólo como prueba irrefutable
del rigor punitivo con que por aquel entonces creía deber actuar la Dictadura.»
Está bien. Pero si el Juicio de estos
sucesos es tan obscuro, ¿cómo es que V. E. asegura con tanto aplomo (halando
por su cuenta y por la de Clío) que los detenidos eran unos pobres ilusos, a
victimas de quienes no podían serio tanto, pero escapaban, por ausentes, etc. »
Para V. E., por lo visto, está muy claro ese punto, que es precisamente el que
hay que dilucidar. Porque el «quid» de toda esta cuestión está precisamente en
averiguar si esos desdichados (revolucionarios de buena fe. Sin duda), vinieron
engañados por un Comité de París o por un agente provocador.
No se necesita tener realmente los
testimonios que yo tengo (nada ocultos, por cierto) para sospechar muy
fundadamente que esa intentona no pudo cocerse en la cabeza de elementos
verdaderamente deseosos del triunfo de una revolución. La elección del lugar,
el texto de las proclamas que traían los rebeldes, etc., etc., todo da en la
nariz en el primer instante, todo huele a maniobra abortiva y desacreditadora
de una revolución que se juzgaba inminente. El hecho de que esos desdichados
viniesen de buena, y aun el de que estuviesen comprometidos y apalabrados con
un Comité revolucionarlo, no prueba nada. Pudo muy bien no ser ese Comité el
que les dijo que ese día, precisamente ese día, 7 de Noviembre, España entera
sería un volcán revolucionario, ni el que les facilitó el viaje, ni el que les
dio las pistolas, ni el que les señaló ese absurdo Itinerario.
¿Quién es el que hizo todo eso?... V. E.
lo sabe: unos señores que escapaban por ausente* Sin embargo, con esa hipótesis
de los ausentes, ¡qué ilógico resulta todo!
En cambio, ¡qué luminoso con el supuesto
de un agente provocador; La absolución del Tribunal; la retirada del fiscal,
Sr. Blanco; la prisa por matar a los supuestos cabecillas; la Indelicadeza de
matarlos después de absueltos, etcétera, etc., ¡qué claro todo...
Claro que yo tengo, personalmente, más
datos que los que facilitó la Prensa. Estaba yo por aquellos días en Pamplona
procesado por el mismo Juzgado que entendía en lo de Vera, y sometido, por
cierto, a examen médico de ml3 facultades mentales, por orden del mismo juez.
(El informe de los médicos fue favorable; puede V. E. seguir leyendo sin
alarma, si ha llegado hasta aquí.) Poco después, y absuelto, pasé a mandar la
compañía de Carabineros de Vera. A los once meses casi justos del suceso
sangriento sorprendí a unos policías con las manos en la masa de una segunda
conspiración con rico botín de armas, previamente compradas por ellos mismos en
Francia. DI parte de todo ello en varios oficios reservados, creyendo que se
armaría la gran marimorena. Pero nadie, aparte de mis jefes jerárquicos (y aun
éstos, hasta cierto punto), se dio por enterado oficialmente—NI SE HA DADO
HASTA AHORA, que yo sepa de aquellos partes. Al poco tiempo fui trasladado a
Asturias «por conveniencias del servicio». El policía denunciado por mí como
autor de un delito ha obtenido desde entonces varios ascensos y
condecoraciones, y ha venido figurando en descubrimiento de varios terribles
complots.) Ya en Asturias, y gravemente herido en mi Interior satisfacción, me
consideré obligado a romper mi reserva oficial y a enviar una declaración de
todos estos sucesos, firmada por mí, a Í5 ó 20 personajes conocido», entre
ellos V. E., cuyos nombres no he revelado a nadie hasta la caída de la
Dictadura. Ninguno de ellos, que yo sepa, se conmovió con mi relato, que luego
se hizo público en hojas clandestinas. Se me abrió un nuevo proceso; pero, ah,
no por el contenido de mi declaración, que ratifiqué ante el Juez Y QUE NO HA
SIDO DESMENTIDA AUN POR NADIE, sino solo por e1 hecho de que esta declaración
circulase impresa.
Con estos antecedentes, yo me permito
dudar de esas afirmaciones de V. E., que no dejan de ser rotundas ni con la
salvedad de la nota. En ésta dice V. E. que acepta por buena la versión
oficial. ¿Es que no son oficial esos escritos reservados que yo subscribí en
vano, como capitán de Vera, y que luego divulgué y constan en un proceso? Y
este mismo proceso, ¿no es cosa oficial? (No lo parece, en verdad; pero lo es.
No lo parece porque cuesta trabajo creer que tío es una burda calumnia, por
ejemplo, un decreto muy auditoriado que figura en las primeras diligencias, y
que viene a decir que para los fines del proceso no Interesa la averiguación de
si lo que yo digo en esa declaración' es mentira o verdad. Pero, en fin, el
proceso existe en la octava región. Precisamente hace unos veinte días solicité
su revisión en escrito cuya copla le adjunto.)
Creo que con esta carta ofrezco a V. E.
excelentes puntos de vista para el examen de ese episodio que V. E. encuentra
obscuro. ¿Obscuro? Bueno, pues haberlo dejado en obscuro, sin esas claras
afirmaciones que V. E. hace, yéndose más allá de las versiones oficiales, a que
dice que se atiene.
Y lanzando este suspiro de alivio, que
es esta carta, me vuelvo a las páginas de su “Bosquejo”. No sin antes decirle
que quedo a sus órdenes como s.s.s., Juan Cueto”.
Aurelio Gutiérrez Martín de Vidales
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